La Morsa y el Carpintero
Traducción de Eduardo Stilman (1998)
El sol brillaba sobre el mar,
brillaba con todo su poder.
Hacía cuanto podía para dejar
las olas suaves y relucientes…
Y esto era extraño, porque se estaba
en medio de la noche.
La luna brillaba malhumorada,
porque pensaba que el sol,
no tenía nada que hacer allí,
una vez que el día había pasado.
“¡Es muy grosero de su parte – decía-
venir a estropear la diversión!”
El mar estaba tan húmedo como podía estar,
la arena estaba tan seca como era posible.
No se podía ver una nube, porque
ninguna nube había en el cielo.
No volaban pájaros en las alturas…
No había pájaros para volar.
La Morsa y el Carpintero
estaban paseando juntos;
lloraban como locos al ver
semejante cantidad de arena.
“¡Si al menos la quitaran del paso
-decían- sería algo grandioso!”
“Si siete criadas con siete escobas
barrieran medio año,
¿te parece – dijo la Morsa –
que conseguirían quitarla?”
“Lo dudo –dijo el Carpintero,
y dejó caer una amarga lágrima.
“¡Oh, Ostras, venid a pasear con nosotros!
– suplicó la Morsa.
Un agradable paseo, una agradable charla
por la salobre playa.
Sólo podemos llevar a cuatro
Para dar una mano a cada una.”
La Ostra más vieja la miró
pero no dijo una palabra.
La ostra más vieja guiñó un ojo
y sacudió su cabeza pesada…
Dando a entender que no quería
abandonar la ostra- cama.
Pero cuatro Ostras jóvenes se precipitaron,
llenas de ansiedad por la invitación.
Sus sacos estaban cepillados, sus caras lavadas,
sus zapatos limpios y lustrosos.
Y esto era extraño, porque
las Ostras no tienen patas.
Cuatro otras Ostras las siguieron,
y todavía otras cuatro.
Y en veloz tropel se fueron agregando
más, y más, y más…
Saltando a través de las hirvientes olas
y trepando hacia la playa.
La Morsa y el Carpintero
anduvieron más o menos un kilómetro.
Después se apoyaron en una roca
convenientemente baja,
y todas las Ostritas se detuvieron,
y esperaron en fila.
“Llegó el momento –dijo la Morsa-
de hablar de muchas cosas:
de zapatos… barcos… y lacre…
de repollos… y de reyes …
y de por qué el mar hierve…
y de si los cerdos tienen alas.”
¡Pero esperen un momentito –gritaron las Ostras-
antes de empezar a charlar,
porque algunas de nosotras quedamos sin aliento,
y todas estamos gordas!”
“¡N o hay apuro!” –dijo el Carpintero-.
Ellas se lo agradecieron mucho.
“Un pedazo de pan –dijo la Morsa-
es lo que más necesitamos.
Además, pimienta y vinagre,
que sin duda son muy buenos…
Ahora, Ostras queridas, si estáis listas,
podemos empezar a comer.”
“¡Pero no a nosotras! – gritaron las Ostras,
poniéndose un poco azules-.
Tras tanta amabilidad, eso resultaría
un proceder funesto!”
La Morsa dijo: “La noche es hermosa.
¿No admiran el paisaje?
¡Fueron tan amables al venir!
¡Ustedes son muy tiernas!”
El carpintero sólo dijo:
“Córtame otra rebanada.
Quisiera que fueras menos sordo…
¡Ya te lo pedí dos veces!”
“¡Parece vergonzoso –dijo la Morsa-
jugarles esa mala pasada,
después de haberlas traído tan lejos,
y de obligarlas a trotar tan rápidamente!”
El Carpintero sólo dijo:
“¡Has puesto demasiada manteca!”
“Lloro por ustedes –dijo la Morsa-
Lo lamento profundamente.”
Con sollozos y lágrimas seleccionaba
a las de mayor tamaño,
sosteniendo un pañuelo
ante sus ojos chorreantes.
“¡Oh, ostras- dijo el Carpintero-
habéis tenido una agradable corrida!
¿Trotaremos de regreso a casa?”
Pero no llegó ninguna respuesta…
Y esto no tenía nada de raro, porque
se las había comido a todas.
La Morsa y el Carpintero
Versión de María Elena Walsh (1992)
El sol brillaba fuerte sobre el mar,
El sol resplandecía a troche y moche
y se esmeraba por lustrar las olas,
cosa bastante rara a medianoche.
Salió la luna y alumbró alunada
diciendo: -El sol es un entrometido,
sólo por arruinarnos el pastel
se queda cuando el día ya se ha ido.
El mar estaba húmedo y mojado,
pero la arena no. Nadie podía
ver una sola nube por el cielo.
Tampoco pájaros porque no había.
Pasó una Morsa con un Carpintero,
quejándose los dos con honda pena:
-¡Esta playa qué espléndida sería
si no tuviera tanta, tanta, arena!
-Si siete barrenderos con rastrillos
la barrieran durante un año entero
mejoraría ¿no? – dijo la Morsa.
– Lo dudo – lagrimeaba el Carpintero.
-¡Oh, ostras, venid todas a pasear!
– rogó la Morsa- pero es oportuno
que sólo vengáis cuatro, pues tenemos
nada más que dos manos cada uno.
La Ostra cabeceó y le guiñó un ojo
como diciendo: – No me da la gana
de salir de mi casa. Y se quedó
callada. Era la Ostra Veterana.
En cambio, cuatro ostritas más pequeñas
salieron con muchísimo interés,
limpias y de zapatos bien lustrados,
cosa curiosa pues no tienen pies.
Cuatro más las siguieron, y otras cuatro,
y luego cuatro más y cuatro más
saltaron revolcándose a la playa,
y todas las siguieron por detrás.
Después de mucho andar, el Carpintero
se sentó con la Morsa en una roca,
y las ostras también se detuvieron
en fila india y sin abrir la boca.
-Llegó el momento- discurseó la Morsa –
de que hablemos de príncipes y balas,
de barcos y botines y repollos,
y de por qué los cerdos tienen alas.
-Espere un poco- le gritó una ostra-
que vinimos corriendo muy ligero
y estamos sin aliento, somos gordas.
-No hay prisa- contestóle el Carpintero.
La Morsa dijo: – Ahora que tenemos
pan y pimienta y sal ¿por qué esperar?
Si las ostras queridas están listas,
enseguida podremos almorzar.
-¿A nosotras? – gritaron, azuladas,
las pobres ostras-. ¡Eso sí que es feo,
después de tantas amabilidades!
La Morsa contestó: – ¡Qué buen paseo,
qué dulce noche, qué paisaje hermoso,
qué grata compañía, me parece!
El Carpintero dijo: – Dame pan,
¿estás sorda? Te lo pedí dos veces.
-Me da vergüenza haberlas engañado
– dijo la Morsa haciendo tristes muecas-,
traerlas de tan lejos para esto.
El Carpintero pidió más manteca.
-¡Cuánta pena me dais! –dijo la Morsa-,
os compadezco, soy muy infeliz.
Y llorando eligió a las más gorditas,
con un pañuelo sobre la nariz.
-Amigas ostras- dijo el Carpintero-,
el paseo ¿qué tal os ha caído?
Las ostras no pudieron contestar
porque ya las habían engullido.